Una manera de vivir la fraternidad de Jesús
H. José María Ferre, hermano
marista,
Hace unos meses participé en un encuentro organizado
por la Conferencia de religiosos de Italia. Uno de los ponentes, al dar algunas
informaciones sobre el Año de la Vida Consagrada, anunció la próxima
publicación de un documento sobre –dijo- “Los religiosos no sacerdotes”. Se
refería a “Identidad y Misión del
Religioso Hermano en la Iglesia”, preparado por la Congregación de los
Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, y cuya
publicación es inminente
Lo que me resultó extraño fue que definiera a los
Hermanos por lo que no son, religiosos no
sacerdotes. Ciertamente falta comprensión
de nuestra identidad, y es responsabilidad de los Hermanos y de toda la Iglesia
poder expresarla en términos positivos.
Quisieran estás líneas dar unas pinceladas sobre esta
vocación de Hermano: ponerla en su contexto, aclarar algunos aspectos y mostrar
la riqueza que encierra este don específico que, junto a tantos otros, el
Espíritu suscita en el seno de la Iglesia.
¿Qué
es un religioso hermano? ¿Qué dicen de nosotros?
Haciendo esta pregunta a pie de calle, podemos tener
respuestas bastantes diferentes. Limitándonos al pueblo de Dios, una mayoría
considera al Hermano como una especie de híbrido, que no es fácilmente
clasificable: Son hombres de Iglesia pero no son sacerdotes; son laicos pero no
se casan… Muchas personas, en una visión simplista, consideran que en la
Iglesia hay dos tipos de personas que viven una consagración específica: los
curas y las monjas. Como el Hermano no entra en esas dos categorías, se le
intenta definir con términos un tanto imprecisos: Un hermano es como un
sacerdote, pero que no celebra misa, o bien, un hermano es como una religiosa,
pero en masculino.
La respuesta más repetida de quienes nos conocen y tienen
algún contacto con nosotros, suele ir en la línea del hacer. Nos ven como personas que damos clase, que estamos con los
jóvenes, que atendemos enfermos, que coordinamos la catequesis, que trabajamos
en obras sociales, que mantenemos obras apostólicas, que colaboramos en los mil
detalles materiales de la misión o que tenemos una presencia discreta en el
silencio de un monasterio.
Sí, eso es algo de lo que hace un Hermano; pero es una visión externa y superficial. El
Hermano hace cosas, es cierto, e incluso mucha gente lo valora positivamente;
nos consideran buenos profesionales y grandes trabajadores. Pero eso no es
ninguna exclusiva: hay muchas personas así en todos los ámbitos. Para calar más
en la identidad del Hermano habría que preguntarse el cómo y el porqué de este
actuar. O sea profundizar en el ser. El
Hermano es mucho más que mano de obra barata en la Iglesia.
Finalmente, pienso en el grupo más reducido de
personas que nos conocen más de cerca. Personas que han tenido ocasión de tratar
a los Hermanos, de convivir con ellos, y han podido así captar elementos
esenciales de nuestra vida y de nuestra identidad.
Cuando los Hermanos conviven, comparten y colaboran
con laicos y con sacerdotes, se crea una ósmosis en la que cada grupo descubre
y afianza su propia identidad; y tomamos conciencia de que lo que somos es más importante que lo que hacemos. Por una parte, valoran qué hay en el corazón
del Hermano y qué da sentido a sus vidas: su consagración, su espiritualidad,
su vivencia comunitaria, su sentido de la misión, su carisma específico. Por
otra parte, los Hermanos redescubren y reconocen la vocación del laico y del
sacerdote en la Iglesia. Son unas relaciones basadas en la comunión.
Para
entender al Hermano, entendamos la Iglesia.
La importancia de
saber ubicarse.
Han transcurrido ya más de 50 años desde el Concilio
Vaticano II y aún seguimos asimilando todo lo que significa la Iglesia como
Pueblo de Dios y tomando conciencia de lo que esto implica.
En la Iglesia Pueblo de Dios, todos formamos una gran
comunidad de creyentes, consagrados por el mismo Bautismo, ungidos por el mismo
Espíritu, llamados por el Padre al seguimiento de Jesús. En comunidad vivimos,
celebramos y testimoniamos nuestra fe. Esto es lo primero, lo fundamental
La consecuencia lógica es que todos tenemos la misma
dignidad que nos ha conferido el Bautismo. Todos somos un pueblo de profetas,
de sacerdotes y de siervos. Y todos somos hermanos y hermanas. Esta es la
vocación básica de cualquier cristiano. Los problemas o conflictos surgen
cuando se acentúan otros aspectos que son posteriores y consecuencias de esta
vocación básica.
En esta gran comunidad de creyentes, el Espíritu
suscita carismas, que son dones, regalos para el crecimiento de la Iglesia. Basta
recordar la rica teología paulina a este respecto: Pablo nos habla de la
Iglesia como un único cuerpo con muchos miembros, con diversas funciones, pero
todo ordenado al bien del conjunto. Las diferentes vocaciones en la Iglesia son
todas ellas hermosas y complementarias dentro de su diversidad.
Están los laicos,
personas que conscientes de su vocación de bautizados, se sienten movidos por
el Espíritu a transformar este mundo en una tierra más justa y más humana,
siguiendo las huellas de Jesús.
Están los sacerdotes,
ministros ordenados al servicio de la Iglesia, que convocan, animan y lideran
al pueblo de Dios, y son llamados a ser signos del amor y de la misericordia
del Buen Pastor.
Y están también los consagrados.
Dentro de esta visión de Iglesia-comunión, hay otro
grupo de hombres y mujeres que, ya desde los inicios del cristianismo, el
Espíritu llama a vivir la consagración bautismal de una manera específica: siendo
memoria de Jesús obediente, virgen y pobre; e identificándose con Él. Son
llamados religiosos o consagrados.
Este estilo de vida, básicamente laical desde los
orígenes, se ha ido configurando y evolucionando a lo largo de la historia, en Órdenes,
Congregaciones, Institutos religiosos en los que hombres y mujeres, han
respondido a la llamada a vivir su consagración en comunidad.
Estos hombres y mujeres, consagrados para la misión de
Jesús, intentan ser un signo que recuerda a todo el pueblo de Dios lo esencial
de la vida cristiana: la primacía de Dios y el estilo de vida de Jesús, único
Maestro. Quieren ser un recordatorio vivo de la fraternidad de Jesús.
En esta perspectiva, es inútil preguntarse quién es
mejor o peor, o qué vocación es más santa que otra. ¡Cuántas veces hemos oído de
personas sencillas expresiones del estilo de “Tú que estás más cerca de Dios…Pídeselo al Señor porque a ti te
escucha mejor que a nosotros…” No hay vocaciones mejores o peores. Para
entender la vocación del religioso hermano o cualquier otra vocación dentro de
la Iglesia, hay que ubicarse en un contexto global: la llamada a la santidad es
para todos; la consagración bautismal es de todos; la misión de Jesús nos
corresponde a todos. Lo que varía es el modo de responder y vivir la vocación a
la que cada uno ha sido llamado.
Vivir la
fraternidad de Jesús
Tanto
el santificador como los santificados tienen todos el mismo origen. Por eso no
se avergüenza de llamarles hermanos (Heb 2, 11)
La
fraternidad no es algo que se impone; nace de una relación. Las grandes
revoluciones modernas, desde el grito Liberté,
Égalité, Fraternité,
han querido crear una fraternidad en la que, desgraciadamente, está ausente la
figura del “padre”.
Jesús no buscó tener siervos ni alumnos;
llamó a algunos a estar con él y ser enviados, y así, bajo la mirada del
Abba, fueron creciendo como hermanos. Para Jesús, el Reino no es un asunto de
poder como pretendían los reyes ni asunto de doctrina como querían los
escribas, sino fruto del amor fraterno.
La
fraternidad de Jesús no se basa en lazos de sangre, ni en intereses comunes; no
nace de tener una misma raza, lengua o cultura; no se basa en afinidades de
carácter o de tipo laboral. El único fundamento es el Padre común que ama a
todos, que no discrimina y que si muestra alguna preferencia, es por los más
pobres y pequeños.
Es
interesante ver cómo en el Evangelio se da una toma de conciencia progresiva
del Jesús-hermano. Los apóstoles, que se han sentido discípulos del
Jesús-Maestro, escuchan en la última cena que el Maestro ya no los quiere siervos
sino amigos. Y el Jesús resucitado se refiere a ellos con el nombre de
hermanos cuando habla con María de Magdala: Ve y di a mis hermanos que voy a mi Padre, que es también vuestro
Padre. (Juan 20, 17)
Los
Hechos de los Apóstoles nos presentan un reflejo de esa primera comunidad de
creyentes que, con sus luces y sombras, viven la fraternidad de Jesús.
La llamada a vivir la fraternidad de Jesús es la
esencia de la vocación del religioso hermano. Es una llamada para todo el
pueblo de Dios, pero el hermano la asume como objetivo propio, la vive y quiere
ser memoria viva de esa fraternidad. Ese es el regalo recibido. Podemos
profundizar en ello analizando algunas dimensiones de la vida del hermano que
son complementarias y están interrelacionadas.
La dimensión mística de la comunidad de
hermanos
Buscad mi rostro.
Y mi corazón te respondió: Tu rostro, Señor, buscaré (Salmo 27, 8)
Sentirse y ser hermano de Jesús no es fruto de un simple
razonamiento lógico. Es un don que se acoge en la fe, que se vive y se
transmite. El religioso hermano expresa la acogida de este don mediante la
consagración religiosa, concretada en los tres votos: la castidad, como fruto
del amor personal de Dios, que lleva al amor universal y a la vivencia de la
fraternidad; la pobreza que hace disponible para el servicio, especialmente de
los pobres; y la obediencia, que es discernimiento y búsqueda comunitaria de la
voluntad del Padre.
Este estilo de vida requiere del Hermano una espiritualidad que tiene su fuente en el
Dios Trinidad y que comparte estilos comunes del pueblo de Dios: una
espiritualidad que se cultiva día a día en momentos personales de encuentro con
Jesús, el hermano mayor, para escuchar al Padre y afinar el oído a los susurros
del Espíritu; una espiritualidad que se comparte con la comunidad, que se
alimenta de la Palabra, la liturgia y los sacramentos.
Pero si algo destaca
en la espiritualidad del religioso hermano, es quizá su carácter integrador,
unificador. Siendo un laico consagrado, el Hermano intenta superar, en su
propia vida, la dicotomía entre lo sagrado y lo profano, y descubrir las
huellas de un Dios cuya presencia no está limitada por tiempos o espacios
específicos.
Para el religioso
hermano, el
mundo es un lugar de encuentro con Dios, de misión y de santificación; descubre
y experimenta a Dios en las realidades temporales propias de su ministerio.
Esta es la mística del religioso hermano, también llamada espiritualidad
encarnada o apostólica. Hace de los Hermanos contemplativos en la acción,
monjes en la ciudad, personas que no se contentan con lecturas superficiales de
la realidad, sino que la taladran con mirada de Dios para descubrir sus huellas
y escuchar la voz del Espíritu.
Escuchando y meditando la Palabra de Dios, personal y comunitariamente,
los hermanos se disponen para interpretar los signos de los tiempos y para
discernir el sentido sacramental de la realidad.
La comunidad es clave en la espiritualidad del
religioso hermano. La comunidad es una realidad
teologal, un espacio donde la experiencia de Dios puede alcanzar su plenitud y
comunicarse a los demás. Esto lleva al Hermano a una oración abierta a la
realidad de la historia y eco de una vida solidaria; una oración que recoge las penas y alegrías de
quienes Dios pone en el camino. Para
el religioso hermano, sus hermanos de comunidad, las personas que encuentra,
sobre todo los pobres, se convierten a diario para él en sacramentos vivos de
Dios e interpelaciones del Espíritu.
La dimensión profética de la comunidad de
hermanos
Ojalá
todo el pueblo del Señor fuera profeta y el Señor les infundiera su espíritu (Núm
11, 29).
Como a lo largo de la historia de la salvación, Dios sigue suscitando
profetas en medio de su pueblo. Son personas que Él elige libremente y que
envía con una misión específica; personas que a veces se resisten a transmitir
el mensaje, que sienten su propia fragilidad y limitaciones; personas que saben
que van a entrar en conflicto por lo que anuncian y denuncian; pero, en el
fondo, personas que se dejan seducir por el Señor, conscientes de que su fuerza
no viene de ellos mismos sino de Dios. En este pueblo de profetas, se inserta
la misión del religioso hermano, como individuo y como comunidad: vivir y proclamar la profecía de la fraternidad
en la sociedad y en la Iglesia.
Independientemente de las tareas concretas que el religioso hermano
desarrolla en el área profesional, cada comunidad está llamada a ser signo
profético que grita con la propia vida y, si es necesario, también con las
palabras, que ante Dios todos somos hermanos y hermanas, amados personalmente
por Él.
Estando abiertos a la acogida y al servicio de la gente, más allá del
sexo, la nacionalidad, la religión o la cultura, la comunidad de hermanos
anuncia el valor de las personas y denuncia las discriminaciones a que se ven
sometidas por su pertenencia étnica, sus creencias, su género o su condición
social.
Viviendo cercano a los pobres y marginados, a los que no tienen voz ni
cuentan en la sociedad, los religiosos hermanos anuncian valores evangélicos y
denuncian la manipulación, la intolerancia, la exclusión, la falta de respeto,
y todo lo que se opone a los Derechos Humanos y al plan de Dios.
Al renunciar a toda forma de poder dominador, que es fuente de muchas
injusticias y abusos, que genera corrupción y afán ilimitado de riqueza, que
destruye lo creado, la comunidad de hermanos proclama la sencillez del
evangelio y denuncia toda forma de violencia y opresión de quienes somos hijos
de un mismo Dios, y todo lo que contamina y destruye nuestro mundo, la casa de
todos.
Construyendo comunidades internacionales, interculturales, interraciales,
con otros hermanos, estamos anunciando que la fraternidad es posible más allá
de la edad o de cualquier tipo de diferencias; y que es posible no sólo ser
hermanos, sino construir juntos el Reino.
Al no pertenecer a la estructura jerárquica de la Iglesia, aunque
sintiéndose profundamente miembros de la misma, el religioso hermano se
convierte en lo que J.B. Metz llamaba memoria
peligrosa y subversiva para una Iglesia siempre en búsqueda de una
fidelidad renovada. Anuncia así un nuevo modo de ser Iglesia, más fraterna, más
participativa, una Iglesia-comunión que no sólo tiene el rostro de Pedro sino
los rasgos de María; y con ella, madre y prototipo de la Iglesia, completa la
inacabada profecía del Magnificat.
Claroscuros de la
vocación del Hermano
Elementos específicos
Hay una serie de elementos que destacan en la
identidad del religioso hermano:
·
Como
personas, compartimos las alegrías y tristezas de nuestra común condición
humana, y nos sentimos inmersos en un contexto social concreto, en el que podemos
desarrollar y compartir nuestras potencialidades y ponerlas al servicio del
bien común.
·
Como
cristianos, nos sentimos en comunión con todo el pueblo de Dios, arraigados en
la gracia del Bautismo, comprometidos en el seguimiento de Cristo y enviados en
misión.
·
Como
consagrados, profesamos públicamente nuestro compromiso de pertenecer
totalmente al Señor practicando los consejos evangélicos de castidad, pobreza y
obediencia, viviendo en comunidad y alimentándose de una espiritualidad que unifica
y armoniza nuestra vida.
·
Como
enviados, aunque desempeñamos muchos servicios
que son comunes también a los fieles laicos, los hermanos los realizamos desde
nuestra identidad de consagrados en una familia religiosa. Algunos de estos servicios se pueden considerar ministerios eclesiales.
Los religiosos hermanos, miembros del pueblo
cristiano, reciben el testimonio y la ayuda de las otras vocaciones. Y aportan
su don específico: la llamada a vivir en
la Iglesia la fraternidad de Jesús.
‘… Los
religiosos hermanos recuerdan de modo fehaciente a los mismos religiosos
sacerdotes la dimensión fundamental de la fraternidad en Cristo, que han de
vivir entre ellos y con cada hombre y mujer, proclamando a todos la palabra del
Señor: “Y vosotros sois todos hermanos”
(Vita Consacrata, nº 6)
Ese mismo documento Vita Consacrata, presenta una
descripción hermosa de lo que el Hermano ha recibido como don y ofrece a toda
la Iglesia:
Estos religiosos están
llamados a ser hermanos de Cristo, profundamente unidos a Él, primogénito entre
muchos hermanos; hermanos entre sí por el amor mutuo y la cooperación al
servicio del bien de la Iglesia; hermanos de todo hombre por el testimonio de la
caridad de Cristo hacia todos, especialmente hacia los más pequeños, los más
necesitados; hermanos para hacer que reine mayor fraternidad en la Iglesia. (VC
60)
Posibles confusiones
La consagración laical, tanto de
varones como de mujeres, es una vocación completa en sí misma (Cf Perfectae
Caritatis, 10). La consagración laical del hermano, por lo tanto, tiene un
valor propio, independientemente del ministerio sagrado, tanto para la persona
misma como para la Iglesia. Para las mujeres consagradas, las religiosas, esto
resulta evidente ya que en la Iglesia católica el sacramento del Orden está
limitado a sólo varones
Las confusiones aparecen cuando, a lo
largo de la historia, y por diversos motivos, algunos de estos consagrados
laicos se ordenan sacerdotes. No existe oposición entre la vocación del
religioso hermano y la vocación sacerdotal. El problema se da cuando se empieza
a considerar el sacerdocio como una vocación superior a las otras. Muchas
veces, esta concepción sacra ha creado una distancia
respetuosa entre el sacerdote y el pueblo cristiano. Y una de las
consecuencias es que la vocación del religioso hermano empezó a ser
minusvalorada o a ser considerada incompleta. Cuando era joven, familiares y
amigos me decían: ¿Cuándo te vas a
ordenar? Aún ahora sigo escuchando de boca de personas que aprecio el
lamento: ¡Qué pena que no te hayas
ordenado! Subyace la idea de que el religioso hermano es alguien que se ha
quedado a mitad de camino.
Muchas Órdenes religiosas nacieron
como grupos de religiosos hermanos. El mismo nombre de “Fray” que aún conservan
es un derivado de Frater (hermano). Francisco
de Asís no quiso ser ordenado sacerdote; el hermano universal se sentía llamado a
vivir y testimoniar la fraternidad de Jesús. Pero cuando estas Órdenes optan
por ordenar algunos miembros, empieza a aparecer un cierto clasismo interno.
Cuando
surgen en la Iglesia las Congregaciones llamadas clericales, en las que la
mayoría de sus miembros son sacerdotes, sigue habiendo en ellas religiosos
hermanos, pero la vocación y la identidad de éstos fueron quedando en segundo
plano. La vivencia de la fraternidad de Cristo invita a establecer entre
religiosos sacerdotes y religiosos hermanos unas relaciones de igualdad, sin
más diferencia que las que derivan estrictamente del ejercicio de sus diferentes
ministerios. Movidos por esa misma fraternidad, los religiosos hermanos están
igualmente llamados a participar plenamente en los servicios de animación y
gobierno.
En
la Iglesia hay también Congregaciones de composición mixta, en la que
sacerdotes y hermanos viven y colaboran juntos en la misión común. Y en estos
últimos siglos, el Espíritu ha hecho surgir Institutos formados totalmente de
Hermanos, que quieren recuperar toda la fuerza y el sentido que engloba esta
vocación en la Iglesia.
Los retos de la
fraternidad
Tenemos este tesoro en vasijas de
barro (2 Cor 4, 7)
Los hermanos llevamos la riqueza de nuestra vocación en frágiles vasijas
de barro. Vivir y testimoniar la fraternidad de Jesús es un reto que exige
conversión continua. Estamos expuestos a fuerzas internas y externas que pueden
ahogar la llamada. Cito algunas:
·
La tentación de la secularidad. Nuestro carácter
laical, nuestra preparación profesional puede llevarnos a poner en segundo
plano nuestra condición de consagrados. Cuando nos consideramos uno más entre
la gente y se diluye nuestra consagración, ponemos en peligro nuestra identidad.
·
La tentación del clericalismo. Nuestra vocación no siempre
es comprendida y valorada. El sacerdote sigue teniendo todavía un estatus
social… El religioso hermano, si no llega a asumir su vocación como un estado
de vida completo en sí, puede estar tentado de alcanzar una cierta plenitud
haciéndose sacerdote o ejerciendo funciones similares.
·
La tentación del profesionalismo. Los religiosos hermanos
no sólo tenemos una formación religiosa y teológica sino una preparación
profesional que nos capacita para ejercer las diversas tareas en que se expresa
nuestro ministerio. Ahí podemos encontrar prestigio y seguridad, pero un acento
excesivo en este aspecto puede llevar a cuestionarse la propia identidad de
consagrados.
·
La tentación del individualismo, un fenómeno social
que intenta contagiarnos. Los religiosos hermanos somos una comunidad de
consagrados que vivimos una fraternidad ministerial. Cuando el individualismo
ahoga esta realidad fundamental, entra en crisis nuestro ser místicos y
profetas.
Los iconos de la
fraternidad
Frente a estas tentaciones, siguen vivos los grandes iconos evangélicos
que dan vida y sentido a la vida del religioso hermano:
·
Jesús con el delantal puesto, dispuesto al servicio (Jn
13);
·
Jesús que siente compasión de la muchedumbre e
invita: Dadles vosotros de comer (Mc
6);
·
Jesús que se identifica con los más pequeños y
necesitados: Lo que hicisteis por uno de
mis hermanos… (Mt 25)
·
Jesús en casa de Marta y María, invitando a integrar
en nuestras vidas los muchos afanes cotidianos y lo único necesario. (Lc 10)
·
Jesús que, en el encuentro con la mujer samaritana,
le ayuda a sacar lo mejor de sí misma y la convierte en mensajera (Jn 4)
·
Jesús, que se refleja a sí mismo en la parábola del
buen Samaritano (Lc10)
Y, sobre todo para nosotros, hermanos, tenemos el icono inspirador de María: la mujer laica que acoge la Palabra,
la medita y nos la entrega hecha Vida; la mujer que ofrece a Jesús, y que sabe
permanecer discreta dándole el protagonismo al Hijo; la mujer de presencia
atenta y eficaz donde surge la necesidad; la mujer mística, abierta y
disponible a Dios, y al mismo tiempo profeta con su cercanía a las alegrías y
dolores del pueblo. María que, sin pertenecer a la estructura jerárquica de la
Iglesia, está presente en la comunidad apostólica el día de Pentecostés, cuando
la Iglesia nace.
Conclusión:
Religiosos hermanos, una vocación llena riquezas y posibilidades.
El
reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido…
a
una perla preciosa que alguien encuentra (Mt 13, 44-46)
Ser Hermano no es un simple título, es un programa de vida completo en
sí, capaz de dar plenitud y sentido a quienes reciben esta llamada, y de
ofrecer a toda la Iglesia la riqueza que esta vocación encierra:
·
Ser hermano es un camino de evangelio que quiere
reflejar la fraternidad de Jesús como elemento básico y constitutivo de la
Iglesia.
·
Ser
hermano es aliar la mística y la profecía; vivir la pertenencia a Dios mediante
la consagración y, desde esa experiencia, estar disponible para desplazarse hacia
las nuevas fronteras. Es estar abiertos para acoger la diversidad y
sentirse interpelado a ir más allá de nuestros pequeños mundos, dejándonos
evangelizar por el otro, sin limitaciones de nacionalidad, de religión o de
cultura.
·
Ser
hermano es crecer en comunidad, vivir con otros hermanos la sencillez de relaciones,
el compartir vida y fe, el perdón mutuo
y el discernimiento como ejercicio cotidiano de búsqueda de la voluntad de
Dios en el mundo. Desde la riqueza de
su condición laical, se ofrecen como guías en la búsqueda de Dios, dispuestos a
acompañar a sus contemporáneos en su itinerario de fe.
·
Ser
hermano es vivir cada día la parábola de la sencillez, de la igualdad, de la
fraternidad; es ofrecer un oasis, una referencia para un mundo dividido y
competitivo
·
Ser
hermano es ser presencia acogedora y cercana para los que necesitan a alguien
que les escuche y les ayude a dar un sentido a sus vidas, sobre todo los
excluidos de la sociedad. Y transmitir un mensaje de misericordia, de alegría y
de esperanza.
·
Ser
hermano es construir puentes de acercamiento al laicado, Con nuestro lenguaje
llano, nuestra sencillez de vida y nuestra acogida, nuestros encuentros,
nuestros proyectos comunes, nuestras comunidades, pueden ser plataformas de
diálogo y de fe compartida donde hermanos y laicos nos enriquecemos mutuamente.
·
Ser
hermano, con nuestra formación teológica y profesional en áreas diversas, nos
permite entrar en el diálogo entre la cultura y la fe. Nuestras comunidades y obras apostólicas
son lugares privilegiados de evangelización, donde se puede compartir la
búsqueda y la experiencia de Dios, y los anhelos del ser humano.
·
Finalmente,
en comunión con todas las vocaciones que el Espíritu suscita, el hermano quiere
ser un recordatorio vivo, una memoria permanente de la dimensión básica de
nuestra fe: ser una comunidad de creyentes que quieren vivir y testimoniar la
fraternidad de Jesús. Y todos vosotros
sois hermanos.
Publicado en
la revista SAL TERRAE 103 (2015) 805-818. Divulgación autorizada
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